Aquel día corrimos para subirnos
a un tren hecho con sueños del pasado. Tras el traqueteo y el vaivén de los
vagones, que amenazaba con desterrar a los viajeros de los asientos, llegamos a
nuestro destino: un bosque tupido, verde, vivo. Las casas bajas, de apariencia
hogareña, daban otra sensación amable al lugar, pero los caminos y veredas que
se perdían entre el verdor de las hojas de finales de verano invitaban a pensar
en los bosques de cuento en los que se perdían los niños y vivían los
monstruos.
Nos abstuvimos de adentrarnos. En
su lugar, seguimos las migas de pan que nos llevaban hacia abajo, por una
serpiente que manaba de la arena de la playa. Allí, un mar en calma, como un
espejo, nos recibió en silencio. Tan solo las olas hablaban con un suave arrullo,
casi inaudible, como comentando nuestra llegada sin querer que nosotras
escucháramos nada.
Anduvimos, siguiendo la costa.
Fue entonces cuando nos fijamos: el cielo se reflejaba en el mar como un
espejo. O tal vez era el mar el que se reflejaba en cada nube, en cada rayo de
sol y en cada molécula de oxígeno que llegaba a nuestros pulmones. Tomamos una
lengua de tierra que se internaba en el mar.
Como si quisiéramos convertirnos
en una de las criaturas que moran los confines de la tierra, nos quitamos los
zapatos y los calcetines y nos remangamos los pantalones. El agua fría tiñó
nuestra piel de un suave color azulado, e hizo que nuestros dientes aprendieran
una nueva melodía al castañear con el ritmo que imponía un lugar inhóspito,
perdido y, a la vez, encontrado.
No lo sabíamos en aquel entonces,
mientras sentíamos la sal en los pies y el viento en el rostro, pero
caminábamos hacia el fin del mundo. Y el fin del mundo caminaba a nuestro
encuentro mientras el cielo se teñía de los colores del atardecer.
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